Comentario
El final de estos años de tropiezos e ineficacia corrió a cargo del shah Abbas I el Grande (1587-1629), una de las figuras más destacadas de la historia persa y cuyo reinado marcó el cenit de la gloria sefévida. Abbas consiguió imponerse a sus peligrosos enemigos otomanos y uzbekos y al Gran Mogol. La reorganización por los hermanos ingleses Robert y Anthony Shirley de su ejército, centrado en un cuerpo de georgianos y armenios musulmanes al estilo de los jenízaros, le permitió ampliar las fronteras hasta el máximo alcanzado desde el Imperio sasánida y, lo que es más importante, alejar el peligro de invasiones exteriores y sublevaciones internas. Se terminó la dependencia militar de las tribus turcomanas de Irán, los "qizilbas", prácticamente independientes, desde el momento en que el shah pudo disponer de un ejército propio. Sin embargo, se inició de nuevo el ciclo de creación de feudos, cada vez más independientes del poder real, al continuar premiándose a los nuevos jefes militares con tierras hereditarias. La formidable máquina de guerra le permitió en 1599 recuperar de los uzbekos Herat y Balkh y por el Sur se extendió hasta el Laristán y las islas del Golfo Pérsico. Entre 1602 y 1623 recuperó en la frontera occidental Armenia, Georgia, Azerbaidján y Mesopotamia, territorios perdidos ante los otomanos. En 1622 consiguió Kandahar del Gran Mogol y Ormuz de Portugal.
La seguridad exterior y el sometimiento de los qizilbas permitió el intento de una mayor centralización. El Consejo del shah estaba compuesto por varios altos cargos, servidores personales del monarca: el primer ministro era el "athematdulet" o pilar del rey; el sadr era el primer ministro de los asuntos espirituales y de él dependían los bienes de las mezquitas, dedicados al mantenimiento del clero y la enseñanza; el voyant se encargaba de los bienes muebles de palacio; el primer ayuda de cámara era un eunuco blanco que hacía las veces de secretario del shah; el tesorero tenía la dedicación que su nombre indicaba; y el gran intendente de justicia era la más alta instancia judicial. Al servicio de este Consejo se encontraban varias centenas de jóvenes esclavos con distintos grados de capacitación profesional. El imperio estaba dividido en provincias, a cargo de un gobernador, con la obligación de enviar al shah alimentos, tributos y hombres para la milicia. Cada provincia se subdividía a su vez en distritos, con jefes designados y revocados por aquél. La justicia del rey se impartía en cada ciudad por medio de dos jueces para asuntos penales y civiles, y de un tercero para la defensa del pueblo contra los posibles abusos de las autoridades locales.
La tranquilidad interior y exterior y la tolerancia religiosa favorecieron el desarrollo económico, a lo que se unió una activa política de obras públicas. Puentes, caminos, posadas fueron construidos para facilitar el comercio por la ruta de la seda que pasaba por el interior. Ispahan, donde trasladó la capital, se benefició de la actuación de Abbas, que la llenó de maravillosos edificios curvilíneos cubiertos de azul, circundados por inmensos parques y jardines, con interiores decorados con esmaltes y joyas y adornados con refinados tapices y miniaturas, que identificarán la civilización persa con el lujo, el amor a la belleza y el placer de los sentidos, tan alejado de la austeridad de los musulmanes sunnitas, escandalizados por la creciente relajación de las costumbres.
Los sucesores de Abbas ejemplificarán bien esta decadencia en la que se desenvolverá la vida persa hasta finales de siglo. Decadencia que, sin embargo, será lenta, dado que la estabilidad interior y de las fronteras conseguidas no dará lugar más que a pequeños sobresaltos, que permitieron bajar la guardia a los shah y entregarse a asuntos más gozosos que los del gobierno. Safi (1629-1642), Abbas II (1642-1667) y Solimán (1667-1694) contribuyeron escasamente al mejor gobierno de sus Estados, pero abundantemente al desarrollo artístico, que llegó a su máximo refinamiento, traspasado a las costumbres, presas de la sensualidad, de la voluptuosidad, pero también de la negligencia y de la crueldad. Las disputas por la sucesión, perennes en las dinastías musulmanas, terminaban a menudo con la muerte violenta, o al menos la ceguera provocada, de los parientes aspirantes al trono. Al igual que en el Imperio otomano, el mantenimiento de los príncipes en el harén para alejarlos de las ambiciones políticas, provocó la inexperiencia, desidia y falta de carácter de los monarcas, manejados por turbias conspiraciones de serrallo y a merced de las intrigas de los eunucos, e incompetentes para controlar el poder creciente de las clases religiosas, militares y terratenientes. Difícil solución para un Imperio con tensiones internas y con territorios apetecidos por las potencias circundantes.
Continuaron, pues, las luchas con los enemigos tradicionales por la posesión de los territorios fronterizos. Los otomanos conquistaron de nuevo Mesopotamia con Bagdad en 1638, aunque el norte de esta región fue recuperado en la segunda mitad de siglo. Los armenios conservaron un tenaz espíritu de resistencia, que incluso les hizo buscar aliados en Europa occidental. Los uzbekos causaron continuos problemas en Kandahar y los afganos se mostraban perpetuamente inquietos. El último sefévida, Husayn I (1694-1722), fue destronado por una invasión afgana, que arrasó Ispahan y su entorno, dando comienzo a un largo período de violentos cambios de gobiernos, hasta la instauración de la dinastía Quayar, a partir de 1796.